viernes, 26 de octubre de 2012

Sin pudores


Este mes el color rosa se apodera de todos los rincones existentes, ya sea en la ropa, los monumentos de la ciudad, los artículos de uso diario, de belleza y los productos de limpieza: claro, es octubre y se conmemora el Día Mundial de la Lucha contra el Cáncer. Pero particularmente se enfatiza en el de mama, que en México es la primera causa de muerte entre las mujeres.

Esto último me da mucho coraje; no sólo porque ese terrible padecimiento –en cualquiera de sus vertientes– nos ha robado a uno o más seres queridos, sino porque alrededor del 90% de los casos bastaba con una autorevisión para saber que algo no estaba bien.

Y eso no es más que verificar manualmente si hay alguna bolita en los pechos o las axilas, y verificar frente al espejo que la piel de esa zona no presente hundimientos ni cambios de textura (que se puede tornar como cáscara de naranja) o de coloración, o que el pezón supure algún líquido (claro, cuando no se tiene relación alguna con el periodo de embarazo o lactancia).

¿Tiene eso alguna dificultad?...

¡No! Sin embargo, las mujeres no lo hacen por motivos culturales, o porque les da pena, o porque hablar de las partes que implican sexualidad les es incómodo y prefieren ignorar el tema por completo.

Y qué decir de las mastografías o los ultrasonidos que se deben practicar a partir de los cuarenta años (o antes si se tienen antecedentes familiares de riesgo)… Cómo alguien más las va a ver desnudas, cómo lo van a tomar sus compañeros de vida (en caso de haber novio, esposo o anexos)… y así por el estilo, pero en muchos, muchísimos casos el pudor es el enemigo uno de las mujeres.

Por eso, hagamos lo que pregonaba una excelente campaña contra el cáncer de mama que fue lanzada hace unos años: por favor tocar, conozcan sus cuerpos, hagan caso a cualquier anomalía y dejen a un lado los tapujos, que en nada ayudan a nuestra salud.

(Y adicionalmente súmense a la causa adquiriendo esos productos rosas que están por todas partes y que un porcentaje de sus ventas se destina a los –adicionalmente– costosos tratamientos para aquellas que no se han librado del cáncer).

viernes, 19 de octubre de 2012

La otra ‘slow food’


Hace unos años surgió un movimiento denominado ‘slow food’, el cual defiende la forma clásica de preparar alimentos, es decir, tomándose su tiempo, disfrutando cada parte del proceso, llenándose los sentidos de aromas y texturas y emplatando a placer, en contraposición a la ‘fast food’ o comida rápida del tipo hamburguesas, pizzas y toda clase de alimentos elaborados de manera casi inmediata, en serie, servidos en recipientes desechables de cartón o plástico, que suponen atender la prisa que tienen por comer los consumidores.

Esto viene a colación porque recientemente, luego de pasar horas y horas jugando en el parque, Lety se quedó dormidísima de regreso a casa. Mi mamá y yo estábamos en un dilema: esperar en el coche a que despertara, con un calorón bárbaro y añorando saciar nuestra hambre, o comprar algo en el camino y comerlo en el coche. Decidimos esto último, así que nos pusimos en marcha rumbo al McDonalds que está por la casa, así nos daría buen tiempo de comer mientras Lety descansaba.

Llegamos al lugar a las dos de la tarde y nos enfilamos al AutoMac. Delante de nosotros había dos vehículos más. Bueno, a esperar nuestro turno que no podía ser largo por la naturaleza del negocio. Avanzamos un poco, luego otro poco y llegamos a la parte donde se encuentra el menú. Pasaron otros minutos y finalmente una voz surgió a todo volumen de la bocina: ‘Buenas tardes, bienvenido a Mc.Donalds, qué le podemos ofrecer’, o alguna letanía similar. Respondí ‘Buenas tardes. Van a ser dos menúes del día con café en lugar de refresco’, la voz de nuevo ‘Son 88 pesos, le cobran en la siguiente ventanilla’. Muy bien, vayamos allá entonces.

Doblamos a la izquierda como el camino indicaba, rodeando el establecimiento, y en frente seguían parados los dos vehículos que nos antecedían. ‘Bueno, ya les darán sus órdenes en lo que pagamos’, pensamos. Pero pasaban los minutos, uno, dos, cinco, y ya para entonces eran las dos y cuarto y seguíamos en el mentado Mac, sin señal alguna de poder comer aun.

Qué barbaridad, qué lentitud, ¿sí sabrán que estamos aquí, nos tomarían bien la orden? Pero si no tenía ciencia… Mmm, dedujimos algo: probablemente la tipa que toma la orden es la misma que cobra y que entrega la comida, pero sería un exceso. Al menos que hubiera muchísima gente en el restaurante…

El tiempo continuaba su curso y las obras del segundo piso del Periférico estaban a todo lo que daban; ‘Tas, tas, tas, tas’, el martilleo durísimo y nosotras deseando que no despertaran a Lety para que nos diera tiempo.

Luego de 20 minutos en espera nos cobraron, sellaron nuestro boleto de estacionamiento y de ahí nos pidieron dirigirnos a la última ventanilla. Qué bueno, ya estábamos cerca, poquito más y nos íbamos. De ahí se podía ver lo que pasaba en el interior del local: sólo había una cajera que, como supusimos, era la misma de las órdenes, del cobro y de la distribución adentro y afuera, pero el colmo fue que adentro no había ni una sola persona en la fila y los otros dos que estaban trabajando con ella en la cocina tampoco daban una para atender un triste pedido…

Ahí tuvimos que esperar otros cinco o siete minutos para que nos dieran la bolsa de papel estraza con las cosas. Todo para que, al revisar, tuviéramos que pedir servilletas, crema líquida, splenda y mostaza, qué tal con el atarantamiento y la falta de capacitación…

Y luego de media hora, entre el sofocamiento del coche, el ruidero del segundo piso y la tardanza de esos torpes, Lety terminó despertando antes de que comiéramos, comprobando con todo lo anterior que el Mac está instaurando otro tipo de ‘slow food’; no la de los comensales ávidos de recetas que impliquen picar, macerar o cocer a fuego lento los ingredientes, sino la de la lentitud y la ineficiencia absoluta.

jueves, 11 de octubre de 2012

Traumas coloniales


Una vez más llega el 12 de octubre. Como cada año, seguramente el Monumento a Cristóbal Colón será rodeado de vallas metálicas y las aceras circundantes se llenarán de policías para evitar cualquier acto vandálico. Y por si esas medidas fueran insuficientes, la escultura misma es cubierta con un plástico fluorescente, como si tuviera un impermeable, para evitar pedradas, huevazos, colocación de mantas y grafiteros.

Todo eso me parece ridículo, pues a estas alturas de la vida ¿por qué seguirse lamentando de la conquista? Quienes lo hacen no son más que un puñado de acomplejados que vienen arrastrando traumas coloniales, son resentidos que siempre buscan la ocasión para culpar al prójimo de su desgracia: ‘malditos españoles por habernos conquistado’, dicen. Y pobres, porque si bien reniegan de la parte española, tampoco son indígenas ni necesariamente les gustaría serlo.

Esos que van al monumento en esta fecha son unos amargados que parecen vivir en el ‘hubiera’: qué hubiera pasado si Colón no hubiera llegado a América, qué hubiera pasado si Cortés hubiera perdido la guerra, qué hubiera pasado si… Pero Colón llegó, Cortés ganó y todo eso sí pasó.

El hubiera no existe, y si existiera no estaríamos aquí. Y a pesar de que ninguna invasión es agradable por las consecuencias fatales que tiene para la población local –pérdidas humanas, enfermedades, vicios, corruptelas y dominación, entre otras linduras–, de eso se ha tratado la historia de la humanidad: de choques y alianzas, de conquistas y fusiones, las cuales, culturalmente, han llegado a producir cosas tan grandes como nuestra propia identidad.

Porque si estamos orgullosos de lo que somos ahora y por lo que nos consideramos un país rico, es por la aculturación, por esa mezcla de la cual surgió el mestizaje, enalteciendo la raíz indígena, el tronco ibérico y las flores y frutos que han resultado en la mexicanidad.

Sin esa fusión no existiría la llamada cocina mexicana, en la que se combinan elementos americanos como el maíz, el chile o el chocolate con otros de origen europeo, entre ellos el trigo, la uva y los lácteos (pienso por ejemplo en un delicioso pozole, en sopes, enchiladas, pollo con mole, arroz con leche, jamoncillos y chongos zamoranos, mmm).

Tampoco tendríamos bailes folklóricos, ni arte barroco hispanoamericano (que es de mis corrientes favoritas, todo cargadito cargadito pero hermoso), ni las ciudades coloniales (porque, quién no ha disfrutado de las calles de San Miguel de Allende, Oaxaca o Taxco, con su iglesia y kiosko en la plaza principal), ni la música tradicional (apoco no son increíbles el Cielito Lindo y el Huapango, este último de José Pablo Moncayo, que enchinan la piel dondequiera que uno las escuche). Es más: ni siquiera se registraría la fe por la Virgen de Guadalupe, sólo por mencionar algunas de las manifestaciones mestizas más arraigadas.

Por lo anterior, más que hablar del 12 de octubre como ‘Descubrimiento de América’, pienso que lo correcto sería denominarlo ‘Encuentro de Dos Mundos’, porque allende la dominación, lo que se debe destacar es la herencia cultural, que es el resultado más relevante de todo el proceso colonizador.

(Y pienso que este tipo de reflexión es la que se debió gestar con motivo del Bicentenario: quiénes somos los mexicanos, de qué manera nos percibimos, cómo nos ven desde afuera y cuáles son nuestros retos a futuro).

lunes, 8 de octubre de 2012

Criaturas mustias


Comúnmente se dicen dos cosas: que perro que ladra no muerde y que un animal no te hará daño mientras no provoques su coraje. Pero dadas algunas experiencias cercanas yo no estoy tan segura de que eso sea verdad, pues ¿qué hay de esas criaturas silentes que sin decir ‘agua va’ hacen de las suyas?

Esta reflexión surge a partir de que hace unas semanas, mis queridos tíos Gil y Car, acompañados de la Güera, Val y Tan, fueron de vacaciones a Quintana Roo. Entre sus paseos estuvo la visita al sitio arqueológico de Tulum, cuyo museo local tiene por mascota un tejón. El animal permanecía muy horondo tomando café del Oxxo (sí del Oxxo, así como se lee, qué loco!!) mientras los visitantes transitaban por el lugar.

En un momento, cuando mi tío caminaba por ahí, la criatureta esa corrió enloquecida, se avalanzó sobre él y lo arañó, lo mordió varias veces en las piernas y le hizo pasar un mal rato, así, como si nada, de buenas a primeras.

Otra experiencia cercana se dio cuando hace algunos veranos César y yo estábamos en San Antonio, Texas. Al sentarnos en una banca a las afueras del Álamo, de repente llegó una abeja, se paró en la frente de César y zaz, que le pica, sin que él hubiera manoteado un ‘fuera bicho’ o alguna manifestación de rechazo.

En el primer caso, afortunadamente no tuvieron que vacunar a mi tío contra la rabia porque el personal del INAH que laboraba en el sitio contaba con el certificado de vacunación del tejón, y en el segundo, ni tarda ni perezosa saqué el aguijón de la piel de César para que no generara el dolor que sigue a la picadura de esos insectos. Pero en ambos, el susto nadie lo quita.

De cualquier forma, la pregunta obligada sería ¿qué generó el ataque de esos animales, por qué actuaron de esa forma cuando no se les había hecho nada? Es difícil saberlo; quizá fue instinto confundido o que en todas las especies hay elementos que enloquecen y así actúan, dando puñalada trapera (y conste que estoy dejando fuera de este Tutti Frutti a las criaturas mustias de dos patas, esas que no sabemos qué piensan, que nunca opinan nada, pero a la hora de la hora son de peligro porque avientan la piedra y esconden la mano, qué mello…).

Las lecciones aprendidas de ese tipo de acercamiento con ciertas criaturas, para futuras ocasiones (que esperamos no ocurran), son:

1. Evitar la presencia de animales silvestres como mascotas en lugares con gran concurrencia de personas (más vale prevenir que lamentar).
2. En caso de que un ataque ocurra, lavar muy bien el área afectada y acudir a un centro de salud (en caso de mordeduras o picaduras).
3. No dar a los animales cafés del Oxxo (ni de ningún otro, hasta dónde hemos llegado, jaja…).