La semana pasada se cumplieron 50 años de que el Dalai Lama abandonara Lhasa, en el Tíbet, rumbo al exilio en Dharamsala, India, debido a la invasión china. Como les comenté anteriormente en otro blog, he seguido con atención el tema y no deja de ser lacerante, triste e indignante la situación de los 6 millones de tibetanos que padecen el acoso diario de los chinos.
Parece increíble que la Guerra Fría haya terminado, que el Muro de Berlín haya caído – con todo lo que ideológicamente llevaba consigo –, que llegara a su fin el apartheid, y el Dalai Lama siga en la India clamando por respeto a los derechos humanos de su gente. Y lo más triste es que no creo que pueda regresar a casa…
Hace unos años escribí un cuento histórico titulado La resistencia de la fe, que transcurre justo el día en que el Dalai Lama parte al exilio y donde se plasma la veneración del pueblo hacia su líder espiritual. Está basado en lo que sucedió, incluyendo los ritos, la simbología, las relaciones personales del Dalai Lama, las manifestaciones de la gente y el desenlace.
A continuación lo comparto con ustedes:
* * * *
Está amaneciendo. Parece una mañana tibetana como cualquier otra, con el frío del mes de marzo y el horizonte levantándose en medio del extraño verdor árido de esa tierra. Algunos yaks caminan por la calle, se escuchan sus pasos, y la luz de las lámparas de mantequilla sigue siendo más fuerte que los rayos del sol. Con la tranquilidad que obedece a sus años, Tenzin se levanta de la cama. El té está listo. Después de beber un poco se asoma por la ventana y respira profundamente mirando las casas vecinas. Todas son iguales a la suya, con su techo plano y las paredes de piedra y lodo.
¡Todavía pienso en el desfile de hace unos días!, añoraba, dirigiéndose a su esposa Gyari. Su Santidad finalmente es doctor en Estudios Budistas. Es tan joven y sin embargo su rostro muestra tanta firmeza… ¡Qué figura más admirable! Ese día la alegría nos invadía al pueblo entero. Sonaba el cuerno que anuncia el paso de la comitiva oficial. Aún puedo sentir la seda de la túnica de un guardia que rozó mi brazo, ¡qué suavidad, qué ligereza! Los caballos, señoriales, con la cabeza bien alta, pasaban erguidos frente a nosotros…
La mujer suspiró y no dijo nada. Sus ojos estaban empañados y había tristeza en su semblante.
Él continuó. Su voz se escuchó emocionada: Pasé la infancia, la adolescencia y buena parte de la vida adulta escuchando relatos de los ancianos en torno a los ritos monásticos y al Dalai Lama. El que más me sorprendía era el del desfile al finalizar su formación. Ahora, en mi vejez, he tenido el privilegio de presenciarlo. ¡Y desde hoy hasta que muera seré yo quien cuente la magnificencia que se posó ante mis ojos!
Tenzin pudo seguir inmerso en su memoria si no hubiera sido por el alboroto que empezó a escucharse. Un río de personas invadía el paisaje antes evocador. La gente caminaba aceleradamente rumbo al Norbulingka, palacio donde residía en ese momento el Dalai Lama. Hace años que los chinos habían invadido la región. Pero desde que los militares comunistas invitaron a Su Santidad al cuartel general con el pretexto de ver un espectáculo de danza y le pidieron que lo hiciera sin escolta, todos los tibetanos se volcaron a las puertas del palacio para defenderlo.
Aquél era día de descanso de Tenzin, quien llevaba una vida trabajando como barrendero de los palacios reales. A diferencia de otras épocas en que dedicaba el asueto para ir al campo, desde el comienzo de las protestas se lanzaba en compañía de su familia a la defensa de su líder.
Particularmente esa mañana las calles se volvieron hogar de un sinnúmero de personas de todas edades, pasando por niños, mujeres de largos vestidos y coloridos delantales, monjes, hombres de cabello trenzado con borlas rojas y rifle al hombro, ascetas y ancianos como Tenzin y Gyari. Cada uno de ellos con la firme convicción de no moverse de ahí hasta saber que el Dalai Lama estaba seguro y que no iría al cuartel chino.
La multitud que ahí se congregaba bien pudo sumar treinta mil tibetanos. Muchos se aferraban a la rueda de oración para pedir por su líder. Otros eran vencidos por el cansancio de días a la intemperie y dormían. Algunos más charlaban.
Un anciano contaba: Mi hijo menor nos visitó en la madrugada. Dijo que se rumora en la frontera con la India que Su Santidad podría exiliarse en ese país. No pudo darnos más detalles porque su estancia en cualquier lugar tiene que ser breve. Todos los ‘luchadores por la libertad’ se sienten perseguidos por los militares chinos.
Guardaron un breve silencio. El siguiente en tomar la palabra fue Tenzin, quien al ser barrendero de los palacios reales tenía la oportunidad de convivir con el Dalai Lama: a últimas fechas, se le ha visto pasear meditabundo por los jardines. No es el mismo desde el ultimátum que los chinos enviaron a sus asesores: que si los manifestantes no regresamos a nuestras casas, el ejército arremeterá contra nosotros sin importar las consecuencias. Ante eso, no se sabe con certeza lo que hará: si se quedará aquí o si otro país lo acogerá. Sólo nos queda esperar.
Era bien sabido por todos que los barrenderos eran buenos amigos del decimocuarto Dalai Lama. Él llegó muy pequeño al Potala y el misticismo que encerraba ese palacio le provocaba las dudas naturales de un niño. Tenzin conoció al Dalai Lama cuando éste último tenía apenas cinco años.
Su encuentro fue casual, cuando el niño buscaba grillos entre una columna y un pasillo. Le preguntó si él era el maestro de canto del insecto y que si no sabía dónde se encontraba en ese momento, pues lo oía pero se le escondía a la vista. Tenzin le contestó: Es que el grillo es muy tímido. Pero si escuchas su canto es porque lo hace para ti porque quiere ser tu amigo. No pasó un día desde entonces en que el Dalai Lama no buscara a Tenzin. Aunque fueran unos minutos, ambos disfrutaban de las palabras que intercambiaban.
Gyari se limitaba a escuchar la conversación sin dejar de pensar en sus tres hijos: ¿Dónde estarán en este momento? Ellos dicen que es su deber resistir y luchar, y aunque estoy orgullosa de ello, no dejan de ser mis hijos antes que ‘luchadores por la libertad’. Me aterra pensar en que puedan caer en manos de esos perversos torturadores y asesinos comunistas. ¡No quiero ni imaginar lo que pueden estar pasando! …
Mas Gyari no era la única en estremecerse al pensar en la gravedad de la situación. Un monje adolescente que escuchaba atentamente a los ancianos, se decía: Y si supieran otras cosas que circulan por ahí… En mi monasterio ya sólo quedamos unos cuantos. Los militares han entrado violentamente en dos ocasiones a la caza de rebeldes. Llegaron golpeando lo que encontraban a su paso. Nos insultaron, nos miraron uno a uno y quien tuvo la osadía de encararlos ya no está para contarlo. O su boca quedó impedida para hacerlo…
La gente no se movía, ni comía y por largos ratos el silencio parecía apoderarse de la multitud. El bullicio venía cuando entre ellos encontraban a alguien con apariencia de espía chino. Quien así resultara era recibido con piedras y corrían tras él hasta que terminaba el muro del palacio. Al instante regresaban, diciendo entre dientes que no caerían en ninguna provocación comunista para abandonar sus posiciones.
Las horas transcurrían sin novedad alguna hasta que las sombras hacían su aparición: eran los militares chinos. Iban en parejas o en grupos de 5 oficiales. Nunca iban solos, y aunque no cruzaban por en medio de la gente, su presencia a unos metros bastaba para que todos esos rostros tibetanos se paralizaran, víctimas del temor y del coraje. Su apariencia era muy distinta a la de la multitud. Llevaban uniforme militar y el pelo casi a rape. Como no dejaba de intimidarlos el número de tibetanos en la calle, tomaban con fuerza el fusil que les colgaba del hombro. Pero lo que verdaderamente los diferenciaba era esa mirada desafiante, altiva, desconfiada, con la que miraban a las personas ahí reunidas.
Cuando los comunistas se alejaban, hasta el palacio parecía enmudecer. Nadie se movía. Pasando los minutos, poco a poco el murmullo se hacía escuchar de nuevo. Ahora la caza es paulatina, se están tomando su tiempo, pensaba el mismo monje.
De repente, la puerta principal se abrió. En el aire flotaban toda clase de sentimientos que iban de la incertidumbre a la esperanza. Un guardia salió y dio el aviso: Su Santidad se ha comunicado con los militares chinos para rechazar la invitación al cuartel, así que pierdan cuidado, no hay otro motivo por el que ustedes tengan que seguir aquí, pasando frío y hambre.
Tal pareció que en lugar de tranquilizarlos, el anuncio motivó las sospechas. Seguramente ese hombre era un comunista, especulaba una mujer. Tal vez los chinos se apoderaron del palacio y quieren que nos vayamos para asesinar al Dalai Lama, ¡pero no lo permitiremos, yo no me muevo de aquí! Y entre el cuchicheo se alzaban otras voces: ¡Yo tampoco me muevo!, Ni yo, ni yo, se escuchaba.
Después del movimiento propiciado por el guardia, el silencio regresó. Más gente se unió a las oraciones y algunos rebeldes llegaban de otros poblados para reforzar la resistencia. Que no crean que nos pueden dominar fácilmente. Que los chinos noten que el Dalai Lama no está solo, gritaba uno de los ‘luchadores por la libertad’ recién llegado. En su mayoría, ese grupo estaba formado por jóvenes que venían de todos los poblados del Tíbet y no tenían miedo a los comunistas. Sólo esperaban tener municiones para enfrentarlos. Como eso no era frecuente se contentaban con hacerlos correr tras la rebeldía.
El sol también se había cansado de esperar y decidió cruzar las montañas. Las lámparas eran encendidas una a una y, nuevamente, se escuchó el ruido de una puerta. Esta ocasión salió a la calle un hombre común. No era de la guardia, ni un miembro del Consejo. Era simplemente un barrendero. La gente no pareció darle mucha importancia. Sin embargo, Tenzin lo conocía bien por ser un compañero de trabajo.
Con la confianza con que se le habla a un amigo, Tenzin se le acercó: ¿Qué sucede ahí dentro? Cuéntame todo lo que sepas. A lo que el hombre respondió: Se va esta misma noche. Él consultó los oráculos y después de dos negativas hoy casi le imploraron que parta. Se irá a la India como se venía diciendo. Lo hace por nosotros. Su Santidad y su bondad no tienen límites. Hace un rato salió a nuestro encuentro en uno de los patios y se despidió de nosotros. Nos agradeció nuestro trabajo y en menos que te lo cuento, desapareció por uno de los pasillos. En este momento yo pensaba ir a buscarte porque él se acordó de ti. El barrendero sacó de entre sus ropas una kata, pedazo de seda blanca que se da en Tíbet en señal de aprecio.
Los hombres no dijeron más. Por la calle caminó el barrendero hasta perderse al doblar una esquina. Tenzin, mudo de la emoción, sólo pudo colocar la kata alrededor de su cuello. ¡Tan suave como la seda del desfile!
No muy lejos, el aire se impregnaba de un mismo ritmo. El golpeteo monótono de las botas acalló a los manifestantes. El ambiente volvió a tornarse gris. Gyari no pudo evitar algunas lágrimas que de rabia caían por sus mejillas: ¡Cómo han cambiado las cosas! Quién diría que toda la tranquilidad que bañaba nuestros lugares vendría a quebrarse bajo el yugo chino. ¡Esos chinos! Son crueles. A veces dudo que tengan un ápice de humanidad en su cuerpo y en su alma.
No debemos darnos por vencidos, añadió Tenzin. Su Santidad expresa siempre que la felicidad y la paz surgen a partir del interior. A pesar de su juventud ha sabido ponernos el ejemplo al no claudicar. Estemos tranquilos, no tenemos nada que temer.
El rostro de Tenzin esbozó una sonrisa plena. Y así, envestido de serenidad, sólo escuchó la ráfaga de las ametralladoras, y como había cerrado los ojos ni siquiera se dio cuenta que su amada Lhasa se teñía de grana.
Parece increíble que la Guerra Fría haya terminado, que el Muro de Berlín haya caído – con todo lo que ideológicamente llevaba consigo –, que llegara a su fin el apartheid, y el Dalai Lama siga en la India clamando por respeto a los derechos humanos de su gente. Y lo más triste es que no creo que pueda regresar a casa…
Hace unos años escribí un cuento histórico titulado La resistencia de la fe, que transcurre justo el día en que el Dalai Lama parte al exilio y donde se plasma la veneración del pueblo hacia su líder espiritual. Está basado en lo que sucedió, incluyendo los ritos, la simbología, las relaciones personales del Dalai Lama, las manifestaciones de la gente y el desenlace.
A continuación lo comparto con ustedes:
* * * *
Está amaneciendo. Parece una mañana tibetana como cualquier otra, con el frío del mes de marzo y el horizonte levantándose en medio del extraño verdor árido de esa tierra. Algunos yaks caminan por la calle, se escuchan sus pasos, y la luz de las lámparas de mantequilla sigue siendo más fuerte que los rayos del sol. Con la tranquilidad que obedece a sus años, Tenzin se levanta de la cama. El té está listo. Después de beber un poco se asoma por la ventana y respira profundamente mirando las casas vecinas. Todas son iguales a la suya, con su techo plano y las paredes de piedra y lodo.
¡Todavía pienso en el desfile de hace unos días!, añoraba, dirigiéndose a su esposa Gyari. Su Santidad finalmente es doctor en Estudios Budistas. Es tan joven y sin embargo su rostro muestra tanta firmeza… ¡Qué figura más admirable! Ese día la alegría nos invadía al pueblo entero. Sonaba el cuerno que anuncia el paso de la comitiva oficial. Aún puedo sentir la seda de la túnica de un guardia que rozó mi brazo, ¡qué suavidad, qué ligereza! Los caballos, señoriales, con la cabeza bien alta, pasaban erguidos frente a nosotros…
La mujer suspiró y no dijo nada. Sus ojos estaban empañados y había tristeza en su semblante.
Él continuó. Su voz se escuchó emocionada: Pasé la infancia, la adolescencia y buena parte de la vida adulta escuchando relatos de los ancianos en torno a los ritos monásticos y al Dalai Lama. El que más me sorprendía era el del desfile al finalizar su formación. Ahora, en mi vejez, he tenido el privilegio de presenciarlo. ¡Y desde hoy hasta que muera seré yo quien cuente la magnificencia que se posó ante mis ojos!
Tenzin pudo seguir inmerso en su memoria si no hubiera sido por el alboroto que empezó a escucharse. Un río de personas invadía el paisaje antes evocador. La gente caminaba aceleradamente rumbo al Norbulingka, palacio donde residía en ese momento el Dalai Lama. Hace años que los chinos habían invadido la región. Pero desde que los militares comunistas invitaron a Su Santidad al cuartel general con el pretexto de ver un espectáculo de danza y le pidieron que lo hiciera sin escolta, todos los tibetanos se volcaron a las puertas del palacio para defenderlo.
Aquél era día de descanso de Tenzin, quien llevaba una vida trabajando como barrendero de los palacios reales. A diferencia de otras épocas en que dedicaba el asueto para ir al campo, desde el comienzo de las protestas se lanzaba en compañía de su familia a la defensa de su líder.
Particularmente esa mañana las calles se volvieron hogar de un sinnúmero de personas de todas edades, pasando por niños, mujeres de largos vestidos y coloridos delantales, monjes, hombres de cabello trenzado con borlas rojas y rifle al hombro, ascetas y ancianos como Tenzin y Gyari. Cada uno de ellos con la firme convicción de no moverse de ahí hasta saber que el Dalai Lama estaba seguro y que no iría al cuartel chino.
La multitud que ahí se congregaba bien pudo sumar treinta mil tibetanos. Muchos se aferraban a la rueda de oración para pedir por su líder. Otros eran vencidos por el cansancio de días a la intemperie y dormían. Algunos más charlaban.
Un anciano contaba: Mi hijo menor nos visitó en la madrugada. Dijo que se rumora en la frontera con la India que Su Santidad podría exiliarse en ese país. No pudo darnos más detalles porque su estancia en cualquier lugar tiene que ser breve. Todos los ‘luchadores por la libertad’ se sienten perseguidos por los militares chinos.
Guardaron un breve silencio. El siguiente en tomar la palabra fue Tenzin, quien al ser barrendero de los palacios reales tenía la oportunidad de convivir con el Dalai Lama: a últimas fechas, se le ha visto pasear meditabundo por los jardines. No es el mismo desde el ultimátum que los chinos enviaron a sus asesores: que si los manifestantes no regresamos a nuestras casas, el ejército arremeterá contra nosotros sin importar las consecuencias. Ante eso, no se sabe con certeza lo que hará: si se quedará aquí o si otro país lo acogerá. Sólo nos queda esperar.
Era bien sabido por todos que los barrenderos eran buenos amigos del decimocuarto Dalai Lama. Él llegó muy pequeño al Potala y el misticismo que encerraba ese palacio le provocaba las dudas naturales de un niño. Tenzin conoció al Dalai Lama cuando éste último tenía apenas cinco años.
Su encuentro fue casual, cuando el niño buscaba grillos entre una columna y un pasillo. Le preguntó si él era el maestro de canto del insecto y que si no sabía dónde se encontraba en ese momento, pues lo oía pero se le escondía a la vista. Tenzin le contestó: Es que el grillo es muy tímido. Pero si escuchas su canto es porque lo hace para ti porque quiere ser tu amigo. No pasó un día desde entonces en que el Dalai Lama no buscara a Tenzin. Aunque fueran unos minutos, ambos disfrutaban de las palabras que intercambiaban.
Gyari se limitaba a escuchar la conversación sin dejar de pensar en sus tres hijos: ¿Dónde estarán en este momento? Ellos dicen que es su deber resistir y luchar, y aunque estoy orgullosa de ello, no dejan de ser mis hijos antes que ‘luchadores por la libertad’. Me aterra pensar en que puedan caer en manos de esos perversos torturadores y asesinos comunistas. ¡No quiero ni imaginar lo que pueden estar pasando! …
Mas Gyari no era la única en estremecerse al pensar en la gravedad de la situación. Un monje adolescente que escuchaba atentamente a los ancianos, se decía: Y si supieran otras cosas que circulan por ahí… En mi monasterio ya sólo quedamos unos cuantos. Los militares han entrado violentamente en dos ocasiones a la caza de rebeldes. Llegaron golpeando lo que encontraban a su paso. Nos insultaron, nos miraron uno a uno y quien tuvo la osadía de encararlos ya no está para contarlo. O su boca quedó impedida para hacerlo…
La gente no se movía, ni comía y por largos ratos el silencio parecía apoderarse de la multitud. El bullicio venía cuando entre ellos encontraban a alguien con apariencia de espía chino. Quien así resultara era recibido con piedras y corrían tras él hasta que terminaba el muro del palacio. Al instante regresaban, diciendo entre dientes que no caerían en ninguna provocación comunista para abandonar sus posiciones.
Las horas transcurrían sin novedad alguna hasta que las sombras hacían su aparición: eran los militares chinos. Iban en parejas o en grupos de 5 oficiales. Nunca iban solos, y aunque no cruzaban por en medio de la gente, su presencia a unos metros bastaba para que todos esos rostros tibetanos se paralizaran, víctimas del temor y del coraje. Su apariencia era muy distinta a la de la multitud. Llevaban uniforme militar y el pelo casi a rape. Como no dejaba de intimidarlos el número de tibetanos en la calle, tomaban con fuerza el fusil que les colgaba del hombro. Pero lo que verdaderamente los diferenciaba era esa mirada desafiante, altiva, desconfiada, con la que miraban a las personas ahí reunidas.
Cuando los comunistas se alejaban, hasta el palacio parecía enmudecer. Nadie se movía. Pasando los minutos, poco a poco el murmullo se hacía escuchar de nuevo. Ahora la caza es paulatina, se están tomando su tiempo, pensaba el mismo monje.
De repente, la puerta principal se abrió. En el aire flotaban toda clase de sentimientos que iban de la incertidumbre a la esperanza. Un guardia salió y dio el aviso: Su Santidad se ha comunicado con los militares chinos para rechazar la invitación al cuartel, así que pierdan cuidado, no hay otro motivo por el que ustedes tengan que seguir aquí, pasando frío y hambre.
Tal pareció que en lugar de tranquilizarlos, el anuncio motivó las sospechas. Seguramente ese hombre era un comunista, especulaba una mujer. Tal vez los chinos se apoderaron del palacio y quieren que nos vayamos para asesinar al Dalai Lama, ¡pero no lo permitiremos, yo no me muevo de aquí! Y entre el cuchicheo se alzaban otras voces: ¡Yo tampoco me muevo!, Ni yo, ni yo, se escuchaba.
Después del movimiento propiciado por el guardia, el silencio regresó. Más gente se unió a las oraciones y algunos rebeldes llegaban de otros poblados para reforzar la resistencia. Que no crean que nos pueden dominar fácilmente. Que los chinos noten que el Dalai Lama no está solo, gritaba uno de los ‘luchadores por la libertad’ recién llegado. En su mayoría, ese grupo estaba formado por jóvenes que venían de todos los poblados del Tíbet y no tenían miedo a los comunistas. Sólo esperaban tener municiones para enfrentarlos. Como eso no era frecuente se contentaban con hacerlos correr tras la rebeldía.
El sol también se había cansado de esperar y decidió cruzar las montañas. Las lámparas eran encendidas una a una y, nuevamente, se escuchó el ruido de una puerta. Esta ocasión salió a la calle un hombre común. No era de la guardia, ni un miembro del Consejo. Era simplemente un barrendero. La gente no pareció darle mucha importancia. Sin embargo, Tenzin lo conocía bien por ser un compañero de trabajo.
Con la confianza con que se le habla a un amigo, Tenzin se le acercó: ¿Qué sucede ahí dentro? Cuéntame todo lo que sepas. A lo que el hombre respondió: Se va esta misma noche. Él consultó los oráculos y después de dos negativas hoy casi le imploraron que parta. Se irá a la India como se venía diciendo. Lo hace por nosotros. Su Santidad y su bondad no tienen límites. Hace un rato salió a nuestro encuentro en uno de los patios y se despidió de nosotros. Nos agradeció nuestro trabajo y en menos que te lo cuento, desapareció por uno de los pasillos. En este momento yo pensaba ir a buscarte porque él se acordó de ti. El barrendero sacó de entre sus ropas una kata, pedazo de seda blanca que se da en Tíbet en señal de aprecio.
Los hombres no dijeron más. Por la calle caminó el barrendero hasta perderse al doblar una esquina. Tenzin, mudo de la emoción, sólo pudo colocar la kata alrededor de su cuello. ¡Tan suave como la seda del desfile!
No muy lejos, el aire se impregnaba de un mismo ritmo. El golpeteo monótono de las botas acalló a los manifestantes. El ambiente volvió a tornarse gris. Gyari no pudo evitar algunas lágrimas que de rabia caían por sus mejillas: ¡Cómo han cambiado las cosas! Quién diría que toda la tranquilidad que bañaba nuestros lugares vendría a quebrarse bajo el yugo chino. ¡Esos chinos! Son crueles. A veces dudo que tengan un ápice de humanidad en su cuerpo y en su alma.
No debemos darnos por vencidos, añadió Tenzin. Su Santidad expresa siempre que la felicidad y la paz surgen a partir del interior. A pesar de su juventud ha sabido ponernos el ejemplo al no claudicar. Estemos tranquilos, no tenemos nada que temer.
El rostro de Tenzin esbozó una sonrisa plena. Y así, envestido de serenidad, sólo escuchó la ráfaga de las ametralladoras, y como había cerrado los ojos ni siquiera se dio cuenta que su amada Lhasa se teñía de grana.
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