Año con año, llegando las últimas semanas de octubre, los mexicanos entramos en fase de alboroto cuando pasamos por alguna panadería y nos percatamos que el pan de muerto ha llegado. Eso anuncia que la celebración del Día de Muertos está en puerta.
Y hablo de un festejo porque así lo vemos, lo vivimos y disfrutamos desde que nacemos. En otras culturas, la muerte lleva implícitos temor, pesar, oscuridad y vacío. Pero para nosotros, el culto a la muerte es chusco, chispeante, irreverente y sin medida.
Apoco no: nos gusta ver las calaveras de azúcar con nuestro nombre en ellas, vamos a las plazas públicas a ver las ofrendas donde se rinde culto a ‘los que se nos adelantaron’ ,y en general, para la gente son días de fiesta porque la creencia dicta que en esas fechas regresan los difuntos con sus familiares.
Para los extranjeros, hablar del ‘pan de muerto’ ya implica algo macabro desde el nombre. Ni qué decir cuando escuchan a alguien decir ‘A mi denme un pedazo con huesitos’, jaja, que para uno es la cosa más natural.
En serio que qué bonitas son nuestras tradiciones, cuántos significados se encierran en todo eso: las veladoras para iluminar el trayecto que recorrerá el muerto para llegar a casa, el agua para calmar la sed del viajero, el incienso y la sal para purificar su camino, las cosas que le gustaban en vida para que vuelva a disfrutarlas y las flores y el escenario multicolor para darle la bienvenida.
No en vano, la UNESCO reconoció en 2003 al Día de Muertos que celebran las comunidades mexicanas como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Algunos dicen que es una pena que el Halloween le esté ganando terreno, pero yo no estaría tan segura de ello. Lo que se da es un sincretismo, una fusión de tiempos y espacios, cuyo resultado es bastante divertido.
Por ejemplo, algunos dirán que la costumbre de pedir dulces de puerta en puerta es meramente anglosajona. Sin embargo, la adaptación local es imperativa y ahora existen disfraces de Catrina, ese mexicanísimo personaje inmortalizado por José Guadalupe Posadas. Y la petición para recibir golosinas no es alusiva al Halloween, sino que la consigna es ‘¿Me da mi calaverita?’.
Nosotros, como cada año, siguiendo la máxima de ‘Trata a los otros como quieres que te traten’, ya nos hicimos de una buena dotación de dulces para dar a los niños que toquen a nuestra puerta tanto esta noche como la de mañana – porque qué gusto da que te rellenen de golosinas la calabacita –.
Eso sí, también tenemos el pan de muerto que, acompañado de un rico chocolate caliente Mayordomo, que trajimos de Oaxaca, harán las delicias con las que esperaremos la venida de todos nuestros difuntos – aclarando que los más cercanos no regresan, sino que nunca se han ido –.
Y hablo de un festejo porque así lo vemos, lo vivimos y disfrutamos desde que nacemos. En otras culturas, la muerte lleva implícitos temor, pesar, oscuridad y vacío. Pero para nosotros, el culto a la muerte es chusco, chispeante, irreverente y sin medida.
Apoco no: nos gusta ver las calaveras de azúcar con nuestro nombre en ellas, vamos a las plazas públicas a ver las ofrendas donde se rinde culto a ‘los que se nos adelantaron’ ,y en general, para la gente son días de fiesta porque la creencia dicta que en esas fechas regresan los difuntos con sus familiares.
Para los extranjeros, hablar del ‘pan de muerto’ ya implica algo macabro desde el nombre. Ni qué decir cuando escuchan a alguien decir ‘A mi denme un pedazo con huesitos’, jaja, que para uno es la cosa más natural.
En serio que qué bonitas son nuestras tradiciones, cuántos significados se encierran en todo eso: las veladoras para iluminar el trayecto que recorrerá el muerto para llegar a casa, el agua para calmar la sed del viajero, el incienso y la sal para purificar su camino, las cosas que le gustaban en vida para que vuelva a disfrutarlas y las flores y el escenario multicolor para darle la bienvenida.
No en vano, la UNESCO reconoció en 2003 al Día de Muertos que celebran las comunidades mexicanas como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Algunos dicen que es una pena que el Halloween le esté ganando terreno, pero yo no estaría tan segura de ello. Lo que se da es un sincretismo, una fusión de tiempos y espacios, cuyo resultado es bastante divertido.
Por ejemplo, algunos dirán que la costumbre de pedir dulces de puerta en puerta es meramente anglosajona. Sin embargo, la adaptación local es imperativa y ahora existen disfraces de Catrina, ese mexicanísimo personaje inmortalizado por José Guadalupe Posadas. Y la petición para recibir golosinas no es alusiva al Halloween, sino que la consigna es ‘¿Me da mi calaverita?’.
Nosotros, como cada año, siguiendo la máxima de ‘Trata a los otros como quieres que te traten’, ya nos hicimos de una buena dotación de dulces para dar a los niños que toquen a nuestra puerta tanto esta noche como la de mañana – porque qué gusto da que te rellenen de golosinas la calabacita –.
Eso sí, también tenemos el pan de muerto que, acompañado de un rico chocolate caliente Mayordomo, que trajimos de Oaxaca, harán las delicias con las que esperaremos la venida de todos nuestros difuntos – aclarando que los más cercanos no regresan, sino que nunca se han ido –.