Luego de dejar a César en el aeropuerto hace
unas semanas, se nos ocurrió disfrutar la soleada tarde y comer en uno de los
restaurantes del club antes de ir a casa. Llegamos, nos anotamos y esperamos
que nos asignaran mesa. Pasaban 10 minutos, 15, 20… Pero bueno, Lety estaba
tranquila y así llegaba su hora y comeríamos las tres juntas.
Después de unos cuarenta y cinco minutos nos
tocó turno. Ah, qué bueno, qué hambre y qué antojo. Uno que otro mesero pasaba
por ahí, pero como no se veía claro mi mamá le dijo al que llegó junto ‘¿Usted estará a cargo de esta mesa?’, y
tipito ‘Sí’. Se fue y se suponía que
regresaría con cubiertos y mantelitos, pero eso lo hizo otro fulanito, que nos
dio la carta y nos tomó la orden.
‘Unas
croquetas de jamón serrano y un club sándwich, todo para compartir, por favor,
y dos naranjadas con agua mineral y sin hielo’, ‘Sí, en un momento se los traigo’. Ah,
faltaba menos para darse un buen ‘butain’, como decía Lita ante una buena
comilona.
Las bebidas no se hicieron esperar, pero
pasaban los minutos, largos minutos, y ni pan había en la mesa para hacer más
llevadera la espera. Pasó un tercer mesero y le dijo mi mamá ‘¿Nos podría traer pan y servilletas, por
favor?’, y tarde pero seguro volvió con las dos cosas. Para entonces Lety
ya había terminado su pollo con brócoli y ya iba por la leche…
No tengo certeza del tiempo, pero
probablemente media hora después vino un quinto elemento con una charola que
claramente traía el bendito club sándwich, pero no así las croquetas. ‘Sandwich’, ‘Sí, para compartir’, ‘Y
jamón serrano’, ‘Nosotras pedimos
croquetas, no jamón serrano en rebanadas’, ‘¿No les dijeron? Es que las croquetas se terminaron’, ‘Ni hablar, entonces sólo el sándwich, luego
veremos qué más pedimos. Por favor tráiganos un plato extrapara compartir’,
‘En seguida’.
El desgraciado ese tampoco regresó, pero
obviamente le hincamos el diente al club sándwich sin importar que sólo hubiera
un plato. Me preguntó mi mamá ‘¿Qué más
se te antoja, qué más pediremos?’, y le dije ‘Sinceramente, como veo, cualquier pedido tardaría otra hora, así que
mejor nos reservamos al postre’, ¡pero ningún miserable mesero aparecía
para solicitarle la charola de pasteles, qué infra!
Cuando el sexto infeliz pasó por las
cercanías se la pedimos, ¡pero le valió un cacahuate y adiós postre! Pues de
plano la cuenta, era el colmo. Se la pedimos al primer enanete que tratamos,
luego a otro y como no la llevaban me paré a decirle a la mona flemática de la
entrada lo que sucedía para que finalmente pagáramos y nos fuéramos.
Uf, qué batalla con el mal servicio, qué
barbaridad…
Total que a las quinientas volvió el enanete
con la cuenta, ¡y nos cargaban las mentadas croquetas! Le explicamos que no
había (cosa que él debía saber), por tanto no las pudimos haber comido, se fue
y de nuevo cuando le dio la gana volvió ¡con el jamón serrano en rebanadas en
la cuenta!
Eso ya fue el colmísimo. Ahí exploté y
cortésmente le dije ‘¿Sabe qué? Sólo
comimos este estúpido club sándwich y dos malditas naranjadas, nadie fue para
traernos los postres y morimos de hambre, así que no me venga con esos consumos
que no hicimos’.
Cual ‘cometa Halley’ pasó por ahí el pseudo
encargado, un pobre diablo igual que el resto, al que mi mamá le hizo la
observación de que en un lapso de dos horas nadie se había hecho cargo de la
mesa; como era de esperarse le importó sorbete porque no hizo ni el intento de
enmendar los errores.
Tristemente, ese microcosmos no es más la
muestra de lo que pasa todo el tiempo en este país, puesto que:
1. Nadie se hace responsable de nada;
2. No hay a quien reclamarle;
3. Existe una falta total de comunicación
(dado que el mesero que nos tomó la orden no llevó los platillos a la mesa, nadie
tenía de lo que habíamos comido);
4. Puede más la apatía que las ganas de salir
adelante (de lo contrario, cómo explicar que nadie nos atendiera siendo que a
mayor pedido, mayor cuenta y seguro más propina… la cual, por supuesto, no
llegó esta ocasión, faltaba más…).