viernes, 28 de septiembre de 2007

A la sombra de nuestro pasado económico

El día de ayer comimos en el Centro Histórico. No sé si el fenómeno social se anticipó a la coyuntura o, como dijo César, la coyuntura se apoderó de la realidad social. Lo cierto es que la zona nos pareció algo depauperada. Más indigentes, mendigos, miseria. No era el mismo Centro de hace ocho o quince días. Y es que el simple anuncio de nuevos impuestos y el aumento en precios nos transporta automáticamente al México de López Portillo o De la Madrid, donde la espiral inflacionaria era un látigo que laceraba sin piedad a toda la población.

Para el gobierno, la ‘reforma fiscal‘ – que no son más de dos o tres disposiciones para aumentar de manera pírrica el presupuesto – debía aprobarse a ultranza, con argumentos tan raquíticos como este: ‘sin reforma, el país no crecerá al 3.7 que puede crecer, sino sólo al 3.5%’. ¡¡Qué gran salto, qué ganancia!!

En cambio, para el resto de los mexicanos, incrementos en bienes y servicios se traducen en disyuntivas de vida: ¿qué coche compramos, cuántos hijos tenemos, en qué escuela los inscribimos, a dónde vamos de vacaciones? O peor aun, ¿qué debemos sacrificar para seguir comiendo? La crudeza de esta última interrogación es una realidad, ya que casi la mitad de la población vive en condiciones de pobreza.

Y es que a pesar del ‘Montessori político’, la administración de los pobres y la truculenta impartición de justicia, por mencionar sólo tres de los males de este país, la estabilidad económica con una inflación manejable era lo único que teníamos, una de las contadas seguridades que hasta hace unos días nos otorgaba el Estado mexicano.

Se teme el retroceso a la incertidumbre de no saber cómo amanecerán los precios, de no poder planear porque hay factores externos fuera de control que incidirán en el presente y probablemente en las perspectivas que tiene la población a futuro.

En ningún momento se pretende ser alarmista, pero esta es la percepción de la gente después de que se notificara que habrá incremento en los precios de energéticos, agua y otras materias primas, además de las consecuencias que tendrá la reforma fiscal en colegiaturas, vales de despensa y donativos, entre otros rubros.

No basta con postergar la entrada en vigor de las nuevas medidas: lo que importa es que los aumentos están a la puerta de la esquina y las expectativas inflacionarias tienen efectos reales en los bolsillos de la gente. Es como si el Apocalipsis de nuestro pasado económico volviera a hacer sombra sobre nuestro camino.

viernes, 21 de septiembre de 2007

¿Qué quedó del ’85?

Cada 19 de septiembre, los mexicanos recordamos aquel terremoto que en 1985 cobró la vida de miles de personas. En buena parte de la ciudad el suministro de energía eléctrica fue irregular por días, lo mismo que el gas y en algunas colonias hasta el agua. Muchos carecieron de transporte y en ciertas escuelas y lugares de trabajo se interrumpieron labores. No había otro tema de conversación, todo giraba en torno a la tragedia.

Fueron momentos terribles, dolorosos. Parecía que todos hubiéramos perdido a un conocido bajo los escombros. Y eso porque ese conocido bien pudo ser un hermano, los padres, los hijos, un amigo, un vecino: la fragilidad de haber sido uno mismo.

Quién no recuerda la crónica de Jacobo Zabludovsky desde su automóvil mientras recorría la ciudad, o el momento en que la locutora Lourdes Guerrero, quien transmitía las noticias a primera hora por canal 2, anunciaba la primera sacudida de lo que se grabaría con ‘m’ de muerte en la memoria de esta ciudad.

El asombro, el miedo y las circunstancias paralizaron a unos, llevaron a la rapiña a otros y el resto se desbordó en apoyo civil, que fue desde las colaboraciones a los centros de acopio hasta la intervención directa en los restos de las edificaciones.

Las autoridades afirmaban que no se volvería a permitir la construcción de inmuebles que excedieran cierta altura, y menos en las zonas donde se registraron mayores desgracias. También indicaron que, a manera de ejemplo, las oficinas de gobierno se establecerían en áreas de mayor seguridad y que cumplirían con las medidas antes señaladas. Y no sólo el gobierno emprendía acciones, sino que en todos lados se organizaban simulacros periódicamente con el fin de estar preparados ante cualquier contingencia.

Todo eso hace ya 22 años. ¿Qué ha pasado? Tenemos un creciente número de torres gigantes, que por más tecnología que se aplique o por ‘inteligentes’ que sean los edificios, el suelo es el suelo y nada asegura la permanencia arquitectónica en colonias como Roma o Juárez.

En cuanto a los simulacros, estos cada vez son más esporádicos y la participación que registran es tristemente deplorable: en lugar de ser sorpresivos – los temblores no avisan – se da el aviso de que ocurrirán tal o cual día y a determinada hora. La gente se ríe, va platicando al paso más lento que puede y otorga una seriedad nula a la práctica.

Eso sí, cada 19 de septiembre hay simulacros en toda la ciudad, con una participación de millones de personas. Sí, serán millones, pero no es tan importante lo cuantitativo como lo cualitativo, pues en muchos lugares ni siquiera se dan instrucciones sobre qué hacer en caso de emergencia y el resultado sirve de muy poco.

Y el gobierno, como en aquel año, vuelve a poner el ejemplo: buena parte de los edificios con oficinas públicas se ubica en zonas de riesgo, en construcciones de al menos 15 pisos (díganmelo a mí que estoy en uno con 18 pisos).

Entonces, ¿qué quedó del ’85? Que la memoria citadina parece haberse enmohecido y todo queda en el olvido… al menos hasta que vuelve a temblar.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Identidad tricolor

Qué bonita es la decoración de las Fiestas Patrias en el Centro de la Ciudad de México. Luces, pendones, motivos metálicos y banderas de todos tamaños engalanan el noveno mes del año para conmemorar la independencia nacional.

Y más allá de esa fecha, septiembre parece haberse convertido en el ‘mes mexicano’, porque sin importar estrato social, nivel educativo, filiación partidista, lugar de residencia o edad, en esos días todos nos sentimos más mexicanos, fenómeno que sólo se vuelve a presentar cuando juega la Selección Nacional – aunque a últimas fechas no necesariamente –.

Llegando este mes pensamos en pozole, matracas, ate con queso, zarapes, sandías, mariachis, papel picado, rebozos, chiles en nogada, confeti, sombreros de palma, tequila, ropa de manta, fuegos artificiales, cornetas, espesos bigotes y arroz con leche.

La combinación verde-blanco-rojo parece generar un sentimiento especial, único, con el cual nos sentimos grandes, unidos, mano a mano. Nos sabemos pertenecientes a, nos reconocemos parte de. ¿Cuál es la explicación? Simple y sencillamente la magia de la identidad, que es responsable de que nuestros ojos se humedezcan con el Huapango de José Pablo Moncayo, que nuestro pecho se ensanche al escuchar los versos de la Suave Patria de Ramón López Velarde y la piel sucumba ante las imágenes del México de todos los tiempos de Manuel Álvarez Bravo.

Es la que nos hace manifestarnos orgullosos cuando se dice que inauguran una exposición de la cultura maya en un reconocido museo del exterior, la que nos hace vibrar cuando reconocemos uno de nuestros lugares nacionales en una película extranjera y la que nos impulsa a abrazarnos sin distingo al compás del Cielito lindo.

No importa quién sea el presidente en turno a quien corresponda dar el Grito, ni la cantidad de grasa de los antojitos, y menos la electricidad necesaria para iluminar los adornos que penden de los inmuebles. Tampoco apura que muchas banderas sean chinas ni que las transnacionales quieran abusar vendiendo disfraces, artículos desechables e insumos para organizar las fiestas.

Es más: muchos no sabrán la letra del Himno Nacional y dirán ‘Mas si osare un extraño enemigo’, pensando que ‘Masiosare’ era el nombre del invasor, o repetirán ‘Profanar con sus plantas tu suelo’ como si el propio ‘Masiosare’ entrara de brinquito a territorio nacional.

Lo cierto es que en este septiembre tricolor todos nos sentimos muy orgullosos de formar parte de este imaginario colectivo, a veces desordenado y otras rozagante, llamado México.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Los bancos ‘al banquillo’

Desde hace varios meses suena la alarma debido a que la gente tiene deudas considerables por el uso de sus tarjetas de crédito. Los bancos culpan a los usuarios, pero la responsabilidad es compartida.

En el primer caso, las personas quieren vivir como no pueden. Es cierto que las promociones con meses sin intereses o empezar a pagar dos o tres meses después de realizada una compra permiten adquirir bienes o servicios que difícilmente muchos podrían liquidar al contado. El problema es que la gente no mide sus limitaciones y gasta más de lo que sus ingresos le permiten.

Hay deudores que argumentan ‘el banco ya tiene suficiente dinero y yo no’, o ‘que se espere este porque primero le pago a otro banco’, o ‘con pagar el mínimo ya no hay de qué preocuparse’.

En el segundo, los bancos y su rapacidad han relajado sus criterios y ellos mismos se atan la soga al cuello. Hace tiempo, la obtención de una tarjeta de crédito exigía requisitos como comprobar ingresos, cosa que actualmente no sucede, y encima de que no saben si la persona trabaja, si tiene liquidez o solvencia económica, le abren líneas de crédito millonarias.

¿Qué pasa si esa persona actúa irracionalmente y gasta sin mesura? Nada, sólo le llegarán estados de cuenta vencidos y avisos de que los boletinarán en el buró de crédito. ¿Y eso les importa? Por supuesto que no, porque no ven en ello una sanción real como podría ser un embargo patrimonial.

Incluso otros bancos, a pesar del aviso al buró, siguen ofreciendo a la misma persona nuevas tarjetas. O peor aun: envían tarjetas a quien ni siquiera las solicitó y el error de muchas de esas personas que las reciben es ‘resignanse a utilizarlas’.

Y los bancos no sólo han flexibilizado sus normas en sentido negativo, sino que hasta su trato e imagen corporativa han venido a menos. Décadas atrás, el personal bancario vestía pulcro, tenía el más cordial de los tratos y las cosas funcionaban. Ahora, en la era de la ‘calidad total’, somos presa de jovencitos de playera y cabello mal engominado, que no prestan atención a lo que el usuario les dice y que carecen del más mínimo indicio de educación.

Las instituciones bancarias deben someterse al escrutinio público y tomar las quejas y sugerencias de los usuarios para mejorar, porque encima de que cobran unas comisiones que dan miedo y que no solucionan los problemas que ellos mismos generan, la población está sujeta a que tienen, por su propia naturaleza, el monopolio de ese tipo de servicios.