Ante la proximidad del 30 de abril, caí en
cuenta que cuando uno es niño realmente no se preocupa por nada: ni de pagos,
ni de cambios en el entorno, ni del riesgo que pueden tener ciertas
actividades. Pero va pasando el tiempo y las cosas cambian, ustedes me darán la
razón:
En ese entonces uno podía:
- Comer helado y no preocuparse porque podía
doler la garganta.
- Realizar una actividad física como saltar
la cuerda sin pensar en el impacto que eso pudiera tener en articulaciones y
espalda.
- Nadar sin gorra, con el pelo suelto, sin importar
que el cloro de la alberca lo reseca.
- Salir de casa sin preocuparse porque la
puerta quedara cerrada con llave y la estufa apagada.
- Comer sin pensar en las calorías, los
carbohidratos, el azúcar y el colesterol que se están ingiriendo.
- Caminar descalzo por la casa sin pensar que
la planta de los pies se maltrata.
- Mojarse bajo la lluvia sin el pendiente de
que se esponjara el pelo.
- Querer una mascota sin contemplar los
gastos de veterinario y alimentación, ni la tarea de pasearla o mantener limpio
su espacio (ahora, mascotas ni de chiste…).
Etcétera, etcétera, etcétera.
¿Por qué cambiamos, por qué nos hacemos como
nos hacemos? Quizá porque en eso consiste una parte del proceso de madurar y
porque en esa medida podremos conservarnos en buenas condiciones, tanto en lo
físico como en lo económico y lo anímico.
Debemos disfrutar y cumplir a la letra los
pendientes, revisiones y hábitos que se van sumando a la cotidianidad, sintiendo
que estamos cumpliendo con nosotros mismos, pero sin dejar a un lado la
diversión y los buenos ratos. Seamos responsables, pero también flexibles. En
pocas palabras, seamos siempre niños de corazón!!