Llegan los primeros días de diciembre y, con ellos, la amenaza de las comidas de fin de año en las oficinas. Hay a quienes les gustan, pero en mi caso las detesto porque se organizan de compromiso, los asistentes van por obligación y además salen en un ojo de la cara.
Todo empieza cuando el jefe del área (conste que hablo de la dinámica gubernamental), ya sea por recordatorio de algún allegado que sí quiere fiesta o porque malamente se acordó, se siente obligado a organizar una comida para que todos los que están adscritos a su unidad administrativa (la burocracia de su servidora a todo lo que da con la terminología, jajaja!!) convivan.
Generalmente al ‘superior’ en cuestión le importan un bledo tanto la comida como la convivencia –en ocasiones ni siquiera sabe cómo se llaman todos los que trabajan con él–y ‘delega’ –por no decir que se deslinda– los detalles a algún entusiasta –quien le recordó del evento–.
Habiendo fecha, hora y menú, los subordinados empiezan a comentar el punto entre ellos; si se debe ir porque no hay más remedio, que si pa’ colmo los platillos no les gustan, que si van a dar la tarde libre al terminar la comida (porque en mi oficina ni eso), que si invitaron a gente de otras áreas que no viene al caso…
Y encima de todo se establece un tabulador conforme a la posición en la jerarquía laboral. Así se arrancan: al director general le toca poner tantos miles de pesos, a los adjuntos miles y tantos, a los directores otro pico, subdirectores otro ramalazo y a los jefes de departamento otro más. El resto, que son unos cuantos, va de gorra.
Ese no sería el mayor problema, el del subsidio, sino que uno, en su sano juicio, jamás pagaría esas cantidades por una triste comida, y menos con gente que no le interesa. ¿El meollo del asunto? Que casi siempre incluyen las bebidas alcohólicas, es decir, hay que financiar a los que toman aún cuando uno va por agua mineral sin hielo.
Lo más patético es que, a pesar de todos esos inconvenientes, de que la gente no está contenta con la idea del evento y que tiene mejores cosas en qué invertir su dinero, ahí van todos ‘por cumplir’.
Yo, sin pena, digo que no a las comidas de fin de año en la oficina. ¿Por qué? Porque la convivencia se tiene a diario (y más pasando tantas horas en el trabajo), cualquier día se puede uno ir a comer con la gente que le interesa (sin soplarse presencias indeseables como la del jefe mismo, por ejemplo) y porque no estoy dispuesta a financiar los alcoholes del prójimo.
Cuando me preguntan, ‘¿Vas a ir a la comida?’ y explico mis razones para no hacerlo, a la gente no le queda más que asentar con la cabeza y poner cara de ‘¿Por qué no me atrevo a hacer eso?’. Porque la experiencia me ha demostrado que ir a esos eventos a la fuerza: a) ni suma puntos para un ascenso; b) ni da mayor popularidad ante los demás; c) ni aporta al bolsillo familiar.
Nota: y no por lo anterior soy una ‘grinch’, para nada!!, pues si algo disfruto en la vida son las fiestas navideñas con mis seres queridos. Y es en este colofón donde aprovecho para desearles lo mejor, dense tiempo para las celebraciones y que 2012 sea un año de verdaderos cambios (pero para bien…!!).