viernes, 30 de abril de 2010

Gracias a Dios por nuestros niños

Hoy es Día del Niño, una celebración que disfrutan de lleno los pequeñines: en la escuela, cuando hay clases esa fecha, los dejan ir sin uniforme, les regalan el lunch – en mi época un tradicional boing en empaque triangular, gansito, frituras y paleta helada – y todo el día es recreo. Por su parte, la familia los lleva a comer algo especial – pensemos en helado, pizza o hamburguesas, mmm – y después probablemente a dar la vuelta al centro comercial, al parque o al cinito.

Desafortunadamente, muchos niños no cuentan con esos beneficios:

- Como los chiquitos del puesto de periódicos cercano a mi oficina que pasan sus primeros años de vida dentro de un guacal; para ellos no hay cuna o corralito.

- Como los pequeñines que en época de frío, a las 7 de la mañana, son llevados en transporte público a la escuela o a la guardería; para ellos no hay transporte escolar o automóvil familiar con calefacción.

- Como los chiquitos del restaurante chino de la vuelta de Sedesol que aprendieron a gatear entre las mesas del local y el piso sucio de la cocina; para ellos no hubo brincolines ni un piso laminado para dar sus primeros pasos.

- Como los pequeñines que luego están en los semáforos vendiendo chicles y golosinas (que ellos mismos no pueden consumir); para ellos su única estimulación temprana es evitar que los atropellen.

- Como los chiquitos de las Estancias Infantiles que he conocido en las visitas de campo del trabajo, a quienes algunos familiares – incluyendo padre o madre – han querido regalar en el supermercado; para ellos no hay un hogar al cual pertenecer.

- Como los pequeñines de escasos recursos que asisten a la escuela por el incentivo de recibir el dinero de una beca y así poder comer, no tanto por lo que ahí puedan aprender o por las oportunidades que el conocimiento les pueda abrir.

Por eso, y por el simple hecho de que existen, nos dan la más sincera de las sonrisas y tienen las ocurrencias más geniales, doy gracias a Dios porque nuestros niños, esos de la familia, amigos o conocidos, tienen todas las condiciones para estar sanos, tranquilos y ser felices. Por eso también hay que apreciarlos y enseñarles a que, cuando crezcan, valoren lo afortunados que son al haber nacido donde nacieron: eso no se escoge.

viernes, 23 de abril de 2010

Fuera del clóset

Dicen que hay dos cosas que no se pueden ocultar: el amor y el dinero. Pero yo agregaría una categoría adicional: la homosexualidad. Esto viene a colación luego de las declaraciones de Ricky Martin en relación a sus preferencias sexuales.

No veo la necesidad de hacer esas confesiones porque cada quien es dueño de su vida y no hay que dar explicaciones a los demás de lo que uno haga o deje de hacer. Pero seguramente para esas personas, reconocerse abiertamente homosexuales implica quitarse un gran peso de encima al no tener que fingir más lo que no son para encajar en los convencionalismos.

Muchos se espantan de tanta ‘puñalez’ por doquier, de tanta ‘mariconería’ en todos lados; que si se quieren casar, que si quieren adoptar hijos… pero lo cierto es que la homosexualidad siempre ha existido – y existirá –, con la diferencia que la sociedad de todos los tiempos, mayoritariamente heterosexual, se ha empeñado en vetarla.

Volviendo al caso del cantante puertorriqueño, este afirmó que muchos allegados le recomendaron no hablar de sus preferencias abiertamente porque eso podía dañar su carrera. Pero yo digo, ¿a alguien le ha importado que Michelangelo Buonarroti fuera homosexual, o Federico García Lorca, Pedro Almodóvar, Freddy Mercury, Sócrates, Oscar Wilde, Elton John, Leonardo da Vinci o Tchaikowsky (y también se habla de Alejandro Magno, el emperador Julio César y Federico el Grande, entre otros destacados personajes)?

Además, con o sin talento, a la gente se le debe aceptar tal como es, sin importar sus tendencias, gustos o inclinaciones, guardando en todo momento el respeto que cada parte merece. Y esa aceptación, que se convierte en reconocimiento, es fundamental, porque anularlos no significa que vayan a desaparecer (y vaya que en la historia se han registrado atrocidades y atropello y medio en contra de minorías sexuales, raciales o religiosas, pero no por ello han dejado de existir).

Gracias a la libertad de expresión y a la tolerancia como valor de convivencia, la situación parece transformarse, porque si bien para muchos la homosexualidad no es algo normal, poco a poco se irá viendo como algo más cotidiano y natural (por ejemplo, no sé si a raíz de la aprobación de las leyes que permiten los matrimonios homosexuales, en el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido frecuente a últimas fechas encontrar a parejas de hombres tomados de la mano, ya sea paseando, comiendo o viendo ropa en las tiendas).

Y el hecho de que figuras públicas digan abiertamente ‘esto es lo que soy’ abre el camino para que muchos más dejen atrás los tabúes y vivan de acuerdo a sus preferencias (qué tal todos los que salieron del clóset con tal de preciarse de haber besado a Ricky Martin hace años… Bueno, ‘Pablito’ Ruiz no tenía que aceptar lo obvio…).

Y es mejor que un homosexual se reconozca como tal a que le juegue al heterosexual, deshaciendo la vida de otros, ya sean cónyuges o incluso hijos, por llevar una vida socialmente correcta pero interiormente miserable.

Finalmente, como dijera César, sólo falta que Miguel Bosé y Juan Gabriel ‘se destapen’ (pero como afirmara este último, ‘lo que se ve no se juzga’, y tiene mucha razón!!).

(Nota: que si los homosexuales nacen o se hacen no sabemos, pero de lo que sí tenemos certeza es que no son producto del consumo de pollo transgénico por tener hormonas femeninas, como dijo el burrazo de Evo Morales, presidente de Bolivia. Ese si se vio rupestre como pocos…).

viernes, 9 de abril de 2010

Las deficiencias de nuestro sistema educativo

Hace unas semanas, César y yo íbamos al súper y, al pasar por el Colegio México, nos percatamos que había un gentío en las cercanías. ¿El motivo? La aplicación del examen para entrar a la UNAM.

Recordé que yo estuve en el mismo trance hace catorce años. En aquel entonces, la estadística señalaba que había 52 lugares disponibles para cursar la Licenciatura en Relaciones Internacionales – mi carrera – y que 1,200 personas la solicitaban… Definitivamente nada esperanzador para la mayoría, porque conforme ha pasado el tiempo la demanda ha aumentado y los trabajos se han vuelto cada vez más escasos.

Justamente ayer, los medios informaron que más de 115 mil personas presentaron aquel día de 2010 la evaluación de ingreso y sólo fueron aceptados poco más de 10 mil. A sabiendas de eso y recordando a todas esas familias esperando a sus hijos, me quedé pensando: ¿por qué todo mundo cree que tiene que ir a la universidad? (sin afán de sonar discriminadora y siendo simplemente realista).

Se puede decir que, hace décadas, ser universitario implicaba un ascenso en la escala social, que podía conducir a un mayor ingreso y que otorgaba cierto prestigio. Pero actualmente, el mundo necesita más técnicos y personal especializado, que son los ámbitos para los que casi nadie se prepara profesionalmente.

Por ejemplo, en México, ser carpintero o trabajador de la construcción significa que un familiar enseñó el oficio o que sobre la práctica se ha adquirido la experiencia para ejercer. ¿Y eso en qué deriva? En que se menosprecien esas actividades, pensando que son ‘de poca monta’, que son para ‘el pueblo’ y que ‘ya se está para aspirar a más’.

(Por esos complejos enraizados en la sociedad mexicana es que ahora, a cualquier ‘escuela patito’ le atribuyen el título de ‘universidad’, contribuyendo al desgaste del término y al desprestigio de las auténticas universidades).

En cambio, países como Alemania o Canadá – el mismísimo ‘primer mundo ‘ – exigen que un plomero o un panadero acudan a una escuela especializada para certificarse como profesionales de la plomería y la panadería y, por lo mismo, se les paga un salario decoroso, se les otorgan prestaciones y son personas respetables.

Lo que vi en la UNAM son dos cosas: 1. que buena parte de los que estaban ahí por obra y gracia del ingrato ‘pase automático’ lo hacían por mera inercia, pensando que era el siguiente paso escolar – como pasar del kínder a la primaria y de ahí a la secundaria, sin preguntarse qué es lo que realmente quieren en la vida; y 2. que contados eran los que verdaderamente tenían una vocación universitaria – la mayoría no leían ni el equivalente a 5 o 10 fotocopias, cuando en todas las carreras que se impartían en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales se tenían que leer dos o tres libros completos a la semana –.

Y llego aquí a uno de los puntos medulares: qué daño hace el mentado pase automático, pues con el simple hecho de tener 7 de promedio, cualquier mediocre se vuelve acreedor a un lugar en la universidad (que para esos ‘tesoros’, ‘tener un lugar’ es literalmente ir a calentar el asiento a los salones de clase).

Por lo anterior, es muy común encontrar que taxistas, taqueros, ambulantes y otros más digan ‘yo estudié en la universidad, pero nunca encontré trabajo en eso’. Claro: si no tenían ni la vocación ni los conocimientos para dedicarse a otros ámbitos.

Sinceramente, es más digno y plausible ser un buen estilista, un buen dibujante, un buen funcionario de aduana o un buen técnico en computación – profesionales, preparados, 100% calificados – que un pseudo profesionista que nunca va a conseguir trabajo ad hoc a sus estudios.

No menospreciemos las carreras técnicas (y eso debe iniciar por las autoridades educativas) ni magnifiquemos las universidades: cada quien que haga caso a su vocación, dejando a un lado las deficiencias perpetuadas por el sistema educativo.